miércoles, 14 de abril de 2010

Velos y ‘perros’ del desierto




Acabo de llegar a Dubai, después de estar un mes entero en el Reino de Arabia Saudí, y me resulta difícil encontrar palabras para lo que he vivido. Todavía estoy en una fase de incredulidad. No es fácil resumir en pocas páginas cómo es la vida en ese lugar tan cerrado al mundo. Conseguir el visado para entrar ya no fue tarea fácil. Como persona no musulmana, que no tiene ninguna intención de ir a visitar la Meca (más que nada porque me sería imposible) sabía que sólo podría entrar en el país con una invitación expresa de una universidad saudí. Por un milagro lo conseguí. Un profesor de economía y finanzas de montenegro se interesó por mi proyecto de doctorado y realizó todos los trámites burocráticos necesarios para abrirme las puertas de Riyadh. Si no fuese por él, nunca podría estar escribiendo esta historia. A él le debo una de las mayores experiencias de mi vida: conocer la gente del interior del desierto arábico.

El primer susto ya llegó según aterricé en Riyadh, procedente de Abu Dhabi. El avión de las líneas aéreas saudíes era bastante pequeño y nada más llegar a mi asiento, todavía en suelo de los emiratos, descubrí que no podía poner mi equipaje de mano en el compartimento superior. No me quedaba más remedio que meter mi enorme bolsa debajo de mi asiento, lo que no me permitía tener las piernas a gusto. El avión sin embargo no se llenó y le pedí a la azafata si podía sentarme en los asientos de atrás que estaban vacíos y así poner mi mochila a mi costado. La azafata me consintió el deseo. Como llegaba de Francia y me había pasado los últimos días entre salas de conferencias, hoteles y aviones, me quedé dormido al instante. Las ansias por llegar a Arabia Saudí eran enormes, pero el sueño era todavía mayor.

Cuando aterrizamos en Riyadh, empecé a recoger todas mis cosas y de repente descubrí que me faltaba el pasaporte. No podía ser, ¿cómo podía haberlo perdido si me acordaba perfectamente que lo tenía al subir al avión? Pues, no, no estaba por ninguna parte. Ni en la americana, ni en el pantalón, ni en mi bolsa. El avión ya estaba vacío y yo sin pasaporte. Un pasaporte que tenía el dichoso visado de investigador que me había costado tantos esfuerzos y tanto dinero conseguir.

En esos momentos se me pasaron por la cabeza varias pesadillas: “seguro que alguien me lo robó cuando estaba durmiendo”; “¿qué voy a hacer ahora sin pasaporte?”; “Seguro que me van a interrogar”; “Seguro que alguien me robó el pasaporte y me metió alguna droga o alguna sustancia ilegal en mis maletas y ahora me voy directito a la cárcel”. La paranoia aumentaba según pasaban los segundos.

Al momento se acercó la primera azafata para preguntarme qué me faltaba y yo le dije casi llorando: “El pasaporte”. La mujer no se lo podía creer. “¿Cómo es que le falta el pasaporte? ¿No lo tenía cuando subió al avión?”, me dijo. “Sí, sí que lo tenía”, contesté, “pero ahora no lo tengo.” Mi razonamiento inmediato era que alguien me lo había quitado y que había que hablar con el capitán para cachear a todos los pasajeros del avión. Al momento llegó también el capitán y allí estábamos todos de rodillas en el avión buscando el dichoso pasaporte. Hasta que me di cuenta que me había sentado antes en el otro asiento y se lo dije al capitán. Éste y otra azafata fueron hasta allí mientras yo seguí sacando todo de mi equipaje de mano a pesar de estar convenido de que el pasaporte no estaba en mi bolsa. A los pocos segundos el capitán y la azafata me llamaron con el pasaporte en la mano. Me lo había dejado en el bolsillo de enfrente del primer asiento en el que me había sentado. Normalmente no suelo hacer eso, pero supongo que con el cansancio y con el trastorno de no poder poner el equipaje en el compartimento superior decidí instintivamente poner el pasaporte en el bolsillo de delante. ¡Vaya susto!

Y de susto en susto, porque llego a la zona de recogida de maletas y de repente veo un grupo de unos 100 afganos o pakistaníes. Todos vestidos con su indumentaria tradicional de color caqui con pantalones sueltos, camisa larga solapando los pantalones y las típicas sandalias de cuero. Estaban todos amontonados, medio asustados y había un hombre gritándoles y dando órdenes. La escena se parecía a un pastor de ovejas controlando al rebaño con bastón. La imagen me impactó. Los cien afganos no parecían personas, parecían bestias que habían salido del monte. Una escena chocante. En el mismo instante, entro en el baño y lo veo todo sucio y lleno de mierda. Literalmente. El olor era horrible. Ni el baño de la estación de autobuses de La Paz estaba en peores condiciones. Eso fue una sorpresa muy grande. Yo pensaba que iba a llegar a Riyadh y que me iba a encontrar con un lujo similar al de Dubai y Abu Dhabi. Pero nada más lejos de la realidad. El país más rico del Golfo tiene un aeropuerto que da pena.

Después de que el funcionario de aduanas me sacase varias fotos y me cogiese todas las huellas dactilares de todos los dedos de las dos manos, salí por la puerta del aeropuerto medio consternado por todo lo que había visto en pocos minutos y me encontré allí un hombre vestido de árabe del Golfo con un cártel con mi nombre. Bueno, por lo menos había alguien esperándome.

Y ahí empezó la experiencia saudí de verdad. Riyadh es una ciudad que está en el medio del desierto. Por lo tanto hay tormentas de arena día sí y día también. A veces son más fuertes y otras veces menos, pero la fina arena del desierto siempre está en el aire. Puedes pasar un trapo por cualquier superficie que al rato va a tener una fina capa de polvillo encima. Y eso incluso dentro de las casas. Algo increíble. Una característica que me dice que realmente ese lugar no ha sido creado para el hombre. No he conocido lugar más inhóspito. Yo supongo que se puede comparar con vivir en el Himalaya o en el Ártico. Para poner dos ejemplos en lugares gélidos y no calurosos. Pero Riyadh es eso. Una ciudad construida en el medio del desierto. El lugar es tan seco y arenoso que a los poco días me empezó a pelar la piel, no por el sol, sino por la aridez.



Y justamente esta característica es la que ha marcado a los habitantes de esta zona del mundo. Como siempre, he intentado adentrarme un poco en la historia de este lugar, y según he podido enterarme, los beduinos del desierto, antes de que llegase Mahoma, eran un pueblo estoico y orgulloso que no valoraba en demasía la compasión y la caridad, sobre todos con aquellos ajenos a su tribu más inmediata. El hábitat no se lo permitía. En el desierto sólo puedes mirar por ti y los tuyos. No hay suficientes recursos para alimentar a todos, con lo cual o eres fuerte o pereces. Esa fue siempre la actitud de los nómadas del desierto y esa falta de compasión llegó a extremos inaguantables cuando esos mismos nómadas se hicieron sedentarios, empezaron a acumular grandes riquezas a través del comercio y empezaron a vivir en el medio del lujo y la soberbia. Hoy esa soberbia se percibe en las carreteras. Los saudíes no tienen ningún respeto por el prójimo a la hora de conducir. No sé si es por el pañuelo que llevan en la cabeza que les quita visión o por su propio carácter, pero la realidad es que cambian de carril y salen y entran a y de las autopistas sin girar la cabeza ni un milímetro. Es una cosa temeraria. Nunca he visto una conducción más irresponsable. Las carreteras de hoy de Riyadh son como las rutas del medio oeste americano del siglo XIX, impera el “Wild East”, en el que el más fuerte aplasta al más débil. Eso explica entre otras cosas por qué triunfan los Toyotas 4x4 enormes. En medio de esta conducción salvaje, siempre es mejor tener una bestia de coche para aplastar a los demás que ser aplastado por ellos.

La conducción salvaje puede que sea justamente un espejo del carácter de la gente del desierto. Si les dejas rienda suelta, esta gente actúa de una manera muy temperamental. Supongo que será consecuencia del sol, del calor y de lo inhóspito del lugar en el que viven. En mi opinión es en este contexto que triunfa el mensaje de Mahoma allá por el siglo seis después de Cristo. El discurso de Mahoma es justamente de pacificación. De superar esa soberbia y ese estoicismo contraproducente y empezar a mirar más hacia la comunidad en general y no hacia la tribu en un sentido reducido. Es un mensaje que invoca la solidaridad, la compasión y el entendimiento entre los diferentes clanes del desierto. En fin, es un mensaje de apaciguamiento.

Un día iba en el taxi con un taxista pakistaní y medio en inglés y medio en árabe el hombre, tras ver varias maniobras salvajes de los saudíes que nos dejaron atónitos, me explicó que ellos (los pakistaníes) llamaban a los saudíes: “perros” (kelb, en arabe). La imagen me resultó chocante, pero en cierto sentido me pareció una analogía acertada. De alguna manera, los saudíes de hoy son como perros. Cuando los domas, como lo hizo Mahoma (con rezos regulares, con prohibición de alcohol, con restricciones a las mujeres para que no despierten el instinto animal de los hombres) entonces todo puede funcionar de una manera controlada, pero si los dejas sueltos, su instinto natural despiadado, derivado de las inclemencias y dificultades del desierto, hace que el bienestar de la comunidad se vea perjudicado.

Ya sé que esta interpretación es demasiado generalista y que incluso puede ofender a ciertos saudíes, pero ésta es una de las conclusiones a las que he llegado después de pensar durante un mes por qué será que las mujeres saudíes tienen que ir tapadas desde los pies hasta la cabeza, sólo mostrando sus ojos y a veces ni eso. En parte supongo que la explicación está en que ésta es la manera de protegerlas frente a los instintos animales de sus hombres. Un claro ejemplo lo encontré en Jeddah, ciudad porteña del Mar Rojo y más abierta que la árida Riyadh, cuando un saudí me explicó que las mujeres solteras saudíes sí que pueden ir a la playa y desnudarse en público, mientras que los hombres solteros saudíes tienen prohibida esa actividad. La razón es que las autoridades confían en los hombres solteros extranjeros, pero no en sus propios jóvenes. “Nosotros no somos de fiar, podemos atacar a las mujeres, somos como tiburones”, me decía este saudí entre carcajadas, “tú en cambio no eres una amenaza. Puedes ir a la playa y ver nuestras mujeres desnudas que no vas a hacer nada y las autoridades lo saben”.

No tengo evidencia de esto, pero supongo que en tiempos de Mahoma cuando la soberbia de los ricos comerciantes del desierto estaba más extendida que nunca, también abría muchos “tiburones” por ahí sueltos atacando a las mujeres bellas (y débiles) por la calle. Es por eso que Mahoma mandó taparse a las mujeres. No para castigarlas, pero más que nada para protegerlas. Aquí hay que decir que Mahoma nunca dijo que las mujeres tenían que tapar la cara. Eso vino más tarde con el Wahabismo propio de Riyadh. Mahoma sólo decía que la mujer tenía que tapar el pelo, las rodillas y el escote. Vamos, las partes de la mujer más sensuales, lo de tapar la cara vino mucho más tarde con el Wahabismo, que quiso darle una vuelta de tuerca más al Islam. Pero incluso lo del manto negro (la abaya) puede interpretarse también como una estrategia para proteger a la mujer. Antes de llegar a Arabia Saudí siempre pensé que los vestidos tradicionales blanco del hombre y negro de la mujer era un castigo para la mujer. Después de estar allí y empezar a darle vueltas a la cabeza supongo que lo del manto negro tiene sentido. La mujer del desierto normalmente no sale durante el día a la calle. Es el hombre el que sale a ganarse el pan, con lo cual es normal que él vaya de blanco para protegerse del sol. La mujer en cambio suele salir por la noche y por la noche es mejor ir de negro para evitar a los “perros” que de blanco y llamando la atención. No sé si todo esto es cierto. Repito. No tengo evidencia de ello, pero sólo intento compartir los pensamientos que me han surgido en este mes en Arabia Saudí. Siempre intento entender las culturas que visito. Y este ha sido mi razonamiento para explicar la prohibición del alcohol (aunque el mercado negro sigue presente) y la vestimenta de la mujer en esta parte del mundo.



Quería terminar este recuento explicando los cambios que se están produciendo en esta sociedad del desierto. Una sociedad que hace 50 años todavía seguía el estilo de vida beduino propio de los hombres y las mujeres del desierto. La mayoría de los líderes de hoy, en su infancia, vivían como nómadas, con lo cual son impresionantes los cambios que han vivido tan sólo en pocas décadas. Hace unas décadas los líderes religiosos del consejo religioso que todavía hoy tiene una influencia enorme en la sociedad saudí consideraban que los coches eran un invento del diablo, así lo pensaban de la radio y de mucho otros avances técnicos. Uno de los estudiantes de la Universidad Alfaisal, donde trabajé como investigador visitante, me decía que hace 10 años las parabólicas no estaban permitidas. Que los mutawa (la polícia religiosa) rastreaban las calles en busca de parabólicas y les tiraban piedras hasta que las tumbaban. Eso era simplemente hace diez años. Hoy las parabólicas están permitidas. Antes las mujeres tenían que pasar por un arco detector de metales para pasar a las bodas (donde sólo están las mujeres) para evitar el uso de cámaras de fotos y la distribución de esas fotos entre los “tiburones”. Hoy ya pueden sacar fotos en las bodas. Hace cinco años los móviles con cámara de fotos eran ilegales en Arabia Saudí. Si los mutawas veían a alguien sacando una foto con su móvil, le cogían el móvil y le rompían la cámara con una punta. Hoy se pueden comprar los móviles con cámara en las tiendas.

Y los mismos pequeños avances se ven en los atuendos de la mujer. Antes ninguna mujer podía enseñar la cara. Hoy en Jeddah hay mujeres que enseñan el rostro. Antes las extranjeras tenían que taparse el pelo, hoy tienen que llevar la tradicional abaya pero pueden llevar el pelo suelto. Incluso se pueden ver niñas saudíes que llevan la abaya medio abierta de camino al colegio, enseñando así los vaqueros y las camisas de marca. Algo que hace cinco años sería totalmente imposible.

Y el último ejemplo. En mi universidad, el edificio ha sido construido para albergar a estudiantes masculinos y femeninos. Bien es verdad que cada uno está en un piso diferente y que los auditorios tienen también dos pisos para que los “tiburones” se sientan abajo y las mujeres arriba para que no se puedan ver entre ellos mientras todos pueden ver al profesor, pero el simple hecho de que mujeres y hombres estén sentados en la misma sala y puedan discutir varios asuntos ya es un gran avance. La idea de la Universidad Alfaisal es que poco a poco se consiga algún tipo de acercamiento entre hombres y mujeres. Bien sea en el ascensor, en los horarios de visitas de los profesores o en la entrada y salida de la universidad. Los mutawas no quieren ni eso. Todavía hoy se oponen a que las mujeres puedan educarse en la Universidad Alfaisal. Todo está preparado para que ocupen el piso de arriba de los auditorios, pero por ahora ese piso de arriba está vacío por los mutawas. ¿Quién sabe? A lo mejor pasa como con las parabólicas y algún día estudiantes de ambos sexos estarán sentados en la misma sala, aunque sea en un piso diferente.

jueves, 4 de marzo de 2010

Abu Dhabi-París: dos mundos aparte




Acabo de llegar de Abu Dhabi (Emiratos Árabes Unidos) al aeropuerto Charles de Gaulle de París y he sufrido un shock cultural, y eso que sólo estuve tres semanas en Abu Dhabi y Dubai. No sé, supongo que ya me acostumbré tanto al canto del muecín, a las mujeres vestidas de negro, a los hombres con sus túnicas blancas y sus pañuelos en la cabeza, y sobre todo al glamour y al resplandor de los edificios, que llegar al continente europeo, así de repente (sólo para una conferencia), me hizo ver este lugar de una manera diferente. Parece que acabo de dejar y encontrar dos mundos aparte. Allí todo era nuevo, brillante y colorido. Aquí todo es viejo, desgastado y gris. Allí estaba a 35 grados y aquí estoy a 10. Eso se nota. No sólo en la temperatura, sino en la infraestructura y la gente. El aeropuerto de Abu Dhabi es todo vidrio, mármol, amplitud y acero. Charles de Gaulle es hormigón, hierro y también mármol, pero este mármol ya no brilla.



Ahora entiendo porque una egipcia me decía que no le gustaba Europa porque los baños eran viejos y sucios. Concuerdo. En menos de 8 horas acabo de usar dos baños diferentes, uno en el aeropuerto de Abu Dhabi y otro aquí en el Charles de Gaulle y la diferencia es descomunal. El de allá era un baño a todo confort, nuevo, limpio, de colores y resplandeciente. Con duchita incluida para limpiarse bien el trasero. Muy higiénico, vamos. En plan árabe. El de aquí tiene por lo menos 20 o treinta años, los azulejos son blancos y están desgastados. Las puertas son de madera y ya se notan las grietas del paso del tiempo. ¡Y por encima es de pago! Al lado del retrete encontré una maquinita que me decía que allí podía humedecer el papel higiénico para un mayor confort y bienestar, pero lamentablemente puse el papel higiénico debajo del spray y no había líquido ya para humedecer. Todo un contratiempo.



Supongo que estas “cositas” de la vida me dejan con cierta preocupación en cuanto al estado de Europa. Soy de los que me resisto a decir que Europa está en declive. Supongo que mi identidad europea me impide a veces ser más objetivo. Sigo pensando que Europa es el mejor lugar para vivir. Es donde hay más clase media, más cultura, más filosofía, más amor por la lectura, la contemplación y la relajación. Miro alrededor y veo a muchísima gente con periódicos, libros y revistas. Hay hambre por saber en Europa, pero del saber no sólo vive el hombre. También tiene que hacer. En estos momentos, acabado de llegar de los Emiratos donde los indios, pakistaníes, filipinos y nepalíes trabajan de sol a sol para levantar todo un país en pocos lustros. Siento que Europa está cayendo en la complacencia, el acomodamiento y en un peligroso bienvivir conseguido a base de trabajo duro e inteligencia durante siglos, pero que en estos momentos se está desvaneciendo por culpa de la falta de incentivos y retos.



Sigo pensando que Europa va a despertar algún día y ponerse las pilas. Sigo siendo un optimista. Creo que algún día los europeos se van a dar cuenta que los brasileños, chinos, indios y árabes les están pisando los talones y se pondrán de nuevo a “hacer” y no sólo a pensar. De todas maneras, hasta que llegue ese momento, la transición va a ser dura. Sólo hay que mirar a Grecia. Los europeos están acostumbrados a unos derechos sociales y laborales que para la mayoría de la gente de este mundo son impensables. 40 horas de trabajo a la semana, 4 ó 5 semanas de vacaciones, compensación por despido improcedente, subsidio por desempleo, ayudas familiares, jubilación a los 65 (o a los 60, como en Grecia) etc. etc. Logros cosechados a base de esfuerzo, protestas y luchas sociales. Derechos conseguidos a base de sudor y sangre. Y dirán los europeos, como dicen mucho de mis amigos, ¿pero no será mejor que los chinos se pongan a nuestro nivel, con nuestros derechos, a que nosotros tengamos que desprendernos de nuestros derechos y ponernos a trabajar como chinos? Supongo que tendrán razón mis amigos. Yo también soy de los que piensa que los chinos, y los taxistas paquistaníes de Abu Dhabi que trabajan 16 horas al día, deberían tener más derechos. Pero, ¿quién somos los europeos para decirles a los demás cómo tienen que ganarse su pan?



El problema de los europeos es que pensamos que somos la vanguardia de la raza humana. Que estamos por delante de los demás y que ellos seguirán nuestra estela. Esperamos, ingenuos nosotros, que algún día los chinos llegarán a nuestro nivel de bienestar y van a pedir más derechos. Eso es un grave error. El ejemplo lo tenemos en los Estados Unidos. También pensamos que cuando ese país evolucionase, se asentase y se modernizase, sus ciudadanos iban a pedir más derechos y trabajar menos. Bueno, pues nada más lejos de la realidad, Estados Unidos ha superado a Europa en cuanto a riqueza, investigación y desarrollo y no hay síntomas de quererle dar 5 semanas de vacaciones a los trabajadores. La ambición de Obama de crear un sistema sanitario universal en Estados Unidos es un claro ejemplo de cómo la mentalidad de ese país no sigue la estela europea. La mayoría de los americanos se oponen a darle más derechos a los más necesitados. No está en la idiosincrasia americana. Eso sería hacerse europeos, y eso significa complacencia y declive.



Muchos europeos sin embargo, no se inmutan. “Como en Europa no se vive en ningún lado”, dicen. Además, qué problema hay en no estar al frente del mundo, en dejar de ser los más poderosos y los más avanzados. Mira Suiza, no son una superpotencia y el nivel de vida es de los mejores. ¿Por qué no hacer de Europa una pequeña-grande Suiza? Me gusta la idea, sobre todo porque nací allí y sé muy bien cómo se vive en esa pequeña isla, paraíso fiscal. Lo que pasa es que muchos europeos no se dan cuenta que los suizos son precisamente la antítesis de lo que veo en el resto del viejo continente. Los suizos no están acomodados, ni complacientes. Hay derechos laborales, pero los justos. Los suizos están siempre alerta, siempre on their toes, como dirían los ingleses. Es decir, siempre con los talones levantados por si llega cualquier desavenencia. Los suizos no son vagos, tienen una disciplina de trabajo superior a los alemanes, ¡ahí es nada! Lógico que los suizos se mantienen en un bienestar alto. Lo hacen porque siempre quieren estar a la vanguardia.



Creo que conozco Europa bastante bien. Me la he recorrido de punta a punta en mi pocos años de vida. Conozco las diferentes mentalidades, así como las diferentes lenguas, menos las eslavas y el griego. Siempre me ha extrañado, sin embargo, la preocupación de los suizos por la competencia de los chinos, los indios, y los otros países emergentes. Siempre he notado a los suizos más preocupados por ese tema que los franceses, los alemanes y los ingleses. Ahora que acabo de comparar el baño del aeropuerto de Abu Dhabi con el de París entiendo la inquietud helvética. Los baños en Suiza siempre están limpios. Hay una razón detrás.

lunes, 15 de febrero de 2010

El chirriante glamour de Dubai

Después de 10 días en Dubai creo que ha llegado la hora de compartir algunos de mis pensares sobre esta ciudad. Dubai es una de las ciudades de moda de inicios del siglo XXI. Hace 5 o 6 años aquí no había más que arena, unos cuantos pescadores, los nómadas del desierto y unos cuantos hoteles de lujo. En tan solo un lustro, Dubai se ha convertido en una metrópolis de varios millones de personas y cientos de rascacielos. El edificio más alto del planeta, la torre Burj Khalifa, que con una altura de más de 800 metros y 160 pisos es visible desde todas partes –incluso desde la ventana de mi habitación– representa bien lo que es esta ciudad. En ella se ve el deseo de los gobernantes de los Emiratos Árabes Unidos de enseñarle al mundo la cantidad de dinero y de poder que atesoran. El dinero es una cuestión indiscutible. Lo del poder, ya es más cuestionable. Que la torre esté cerrada a los visitantes por problemas técnicos tan sólo dos meses después de ser inaugurada es muy representativo de lo que está pasando aquí.

Lo de Dubai ha sido incluso más bestial que lo que ha pasado en España con la burbuja del ladrillo y el hormigón. Lo dicho, aquí hace cinco años no había nada y ahora hay rascacielos sin fin, islas artificiales en forma de palmera, autopistas por todos lados, un metro volante, centros comerciales bañados en mármol con zonas dedicadas a diferentes partes del mundo, con pistas de esquí incorporadas (sí, pistas de esquí en el desierto, ¡manda cojones!) y con fuentes que cantan. Es realmente impresionante. Esta gente ha conseguido en cinco años levantar en el desierto una ciudad que supera a Las Vegas en glamour y en derroche. Porque realmente lo que estoy presenciando día tras día es un aluvión de consumismo que me chirría tanto en los oídos que a veces pienso que me va a estallar la cabeza. No sé si es eso o el aire acondicionado a 17 grados. Estamos en pleno Festival de Dubai de las Compras y esto es una auténtica locura. Todo está en rebajas y miles de personas llenan todos los días los centros comerciales para devorar todo tipo de artículos de consumo. Electrodomésticos, aparatos electrónicos, ropa, complementos, joyas, relojes, coches. Todo esto a mí me supera. No me ha gustado Las Vegas y Dubai va por el mismo camino.

Es una ciudad totalmente artificial. La gente lo único que hace es ir de centro comercial en centro comercial y consumir y consumir y consumir todavía más. Y cuando van de centro comercial a centro comercial también consumen. Como la gasolina está tirada de precio, los coches son todos cuatro por cuatros, y coches deportivos de alto cilindraje. Y en casa también se consumo (aunque no se esté), porque el aire acondicionado está siempre puesto, día y noche, las 24 horas, los 7 días de la semana. Esto es un mundo que no es real, no es natural. Pero es un mundo que atrae. Es fácil aceptar este ritmo de vida, sobre todo si eres un europeo o un americano que en casa no podías permitirte estos lujos. ¿Por qué es Dubai tan atractivo? Porque el nivel de vida desde el punto de vista material es brutal. Aquí se pueden cumplir todos los sueños. Los sueldos son tan altos que una familia europea se puede permitir el lujo de vivir en un apartamento amplio o una mansión con vistas al mar, puede tener dos o tres coches. Coches además de superlujo: mercedes, BMWs, Ferraris, Porches, Lamborguinis, lo que sea. Puede tener una niñera y un conductor a plena disposición durante todo el día y además de eso puede comprar todo tipo de lujos sin remordimientos. Como me dijo un coruñés que lleva aquí varios años: “Es muy fácil acomodarse aquí. Tienes todos los lujos”.

Pero ese mismo coruñés, de 40 años, y de carácter y aspecto tales que podría ser perfectamente mi hermano, también apunta a uno de los peligros de esta ciudad de lujo. “Yo vivo aquí como un rey y mi familia igual, pero no me quiero quedar aquí mucho tiempo. Este lugar no es un buen lugar para criar a mis hijas. Yo quiero que mis hijas vean lo que es la realidad del mundo. Esto no es la realidad”. Y tiene razón Juan. Esta ciudad es completamente artificial.

Lo único que veo, o más bien oigo, auténtico es la llamada del muecín para el rezo. Eso es auténtico. Eso es realmente lo que me recuerda todos los días que no estoy en Las Vegas y sí estoy en el mundo árabe. Eso, y las mujeres vestidas de negro con el burca y los hombres de blanco, con la ropa tradicional. Pero como solo son el 15% de la población, pues tampoco es que abunden. Es decir, la mayoría de la gente de esta ciudad realmente no es de aquí. Es tanto de aquí como los rascacielos, o como yo.

Otro de los sitios que transmite un poco de autenticidad es el centro de Dubai. La zona de Bur Dubai y de Deira. Eso es lo que tradicionalmente siempre ha sido el centro comercial, lleno de tiendas de todo tipo y con un movimiento de gente importante. Me gusta esa zona. Por lo menos está sucia por el trajine humano. No brilla todo como en los centros comerciales. Ahí además se respira aire de Asia. La cantidad de nacionalidades y de vestimentas es alucinante. Me encanta ver las diferentes ropas de los afganos, los indios, los pakistaníes, los chinos, los de Asia central, los de Nepal, los de Bangladesh. Ahí es cuando siento que no estoy en Europa. Cuando siento el palpitar del Golfo. Zona histórica de comerciantes que trasladan las mercancías de Oriente a Occidente y viceversa. Pero por ahí es difícil ver a los occidentales. No se quieren exponer a ese tipo de gente. Tengo aquí una amiga que estudió conmigo en Manchester y nunca ha ido por la zona de Deira y eso que lleva aquí más de un año.

El otro día tenía que hacer un recado por esa zona y ella y el marido se ofrecieron a llevarme hasta allí después de haber almorzado juntos. Una vez que metieron su BMW por esas calles del centro atestadas con gente comerciante y obrera noté que se sentían incómodos. Y eso que aquí no hay ningún problema de criminalidad. Éste yo creo que es el lugar más seguro que he conocido en mi vida. Más incluso que China. Pero es una cuestión de hábito. Si no sueles meter tu coche por esos lugares ni ver gente de tez más oscura y con ropajes tradicionales propios de Asia, pues te sientes incómodo. Está claro que no es lo mismo que salir de tu mansión, coger la autopista y meterte en el centro comercial. Ahí todos van a vestir como tú y van a tener ropas nuevas. Yo para no complicarles la vida les dije que me dejasen en el medio de la gente. Prefería ir andando a hacer el recado.

Y lo impresionante de este lugar es que los trabajadores. Las masas de indios, pakistaníes, afganos y filipinos que hacen los trabajos sucios (en el sector de los servicios, en la construcción etc.), son invisibles. Se dedican a lo suyo y ya está. No protestan, no se lamentan, no se organizan para pedir más derechos. Aceptan sus 300 euros al mes, si los ganan, y trabajan sus 12 horas o más los 7 días a la semana. Esto lleva a muchos expatriados a pensar que la mayoría de las personas de esta ciudad viven como ellos. El otro día una pareja de egipcios me llegó a espetar que el 80% de la población vivía como ellos. Yo me quedé alucinado. ¿Cómo se puede llegar a pensar eso? En cualquier lugar que la clase media tiene suficiente dinero para pagar criados es porque esa clase media realmente es la clase media-alta que vive de maravilla gracias a la explotación (comparado con los estándares europeos) de la clase obrera. Pero claro, si esos egipcios viven en una comunidad con todo el lujo del mundo y sólo se dedican a ir del trabajo, a su casa y de su casa el centro comercial, pues entonces está claro que todo lo que les rodea brilla, con lo cual es fácil de pensar que ellos son la mayoría y los invisibles son la minoría.

Pero bueno, no debería romperme la cabeza tanto con estos asuntos. Debería disfrutar de mi mansión, de mi piscinita, de mis 25 grados de sol, de mi playita, de mis entrevistas con los banqueros y los hombres de negocios, de mis amigos iraníes con sus BMWs deportivos, de las agradables conversaciones con la shisha, y de pasármela bien. Lo que pasa es que mañana voy a estar sentado otra vez en el transporte público (porque soy de los pocos occidentales que no tengo coche) y voy a ser de nuevo el único blanco y la gente me va a mirar raro, y entonces, como los trayectos son largos, voy a volver a pensar por qué serán las cosas como son.